miércoles, 1 de abril de 2015

Capítulo 59 - Una Semana Santa cualquiera


Antes de conocer a Eva, pasé una Semana Santa en Sevilla y allí conocí a Samanta.

Ella era una chica pelirroja, simpática y con buen sentido del humor.

Me la presentó un amigo mío, que pertenecía a la cofradía del  Gran Capirucho Blanco.

Samanta era Sevillana de adopción, pues había nacido en el Reino Unido, más concretamente en Glasgow.

A Samanta le gustaban mucho las tradiciones españolas y por eso me invitó a participar como Nazareno, en la procesión de la Virgen de las Ataduras, que por lo visto era la patrona de las mujeres sin novio.

Yo pensé, que ser Nazareno era ir paseando con un cirio por la calle, pero resulta que esta Cofradía tenía reglas especiales, así que por agradar a Samanta (de apellido Paduana), tuve que aprender a portar una imagen de 500 kilos, al lado de otros veinte penitentes, que olían a sudor que tiraban para atrás.

Una vez superado el trauma del olor, me vi inmerso en el trauma del dolor. Si, la cosa pesaba tanto, que mis hombros estaban justo a la altura de mis tobillos.

Yo más que un Nazareno, parecía un Hobit del Señor de los Anillos (Edición enano de Luxe, claro).

Cuando me acostumbré a llevar el peso de la imagen, mi esqueleto estaba tan torcido hacia un lado, que medía 1,70 por un hombro y 1,50 por el otro.

Samanta estaba encantada (imagino que por una bruja malvada), pues cuando me veía portar la imagen, se deshacía por mis huesitos. Buenos mis huesitos estaban deshechos, pero por la falta de calcio y porque yo no estoy hecho para estas cosas.

En fin. La cosa es, que el día de la procesión Samanta estaba preciosa, vestida con su traje super–semanasantero y yo dispuesto a portar aquella imagen hasta Buenos Aires y si fuera preciso, para que aquella preciosa mujer se fijase en mí.

La cosa estaba preparada, veinte tíos debajo de un armazón de madera y esperando la orden para salir a pasear a imagen.

Decir que mis acompañantes de viaje porteador tenían unos motes muy originales.

A mi derecha estaba el “cebolla”, llamado así por su inconfundible aroma.

Delante, el “sobacos”, detrás “Juanito el apestoso” y delante, “Manolón el incontinente”.

Yo esperaba e incluso rogaba, que aquellos motes fuesen heredados, pero no, no lo eran, eran reales y apocalípticos.

Según el maestre dio los tres toques de martillo, “el cebolla”, “el sobacos” y “Juanito el apestoso”, alzaron sus brazos para levantar la sagrada imagen y dieron muestra del porque de sus motes.

Aquello fue espantoso. Menos mal que perdí el sentido del olfato casi inmediatamente y  mi pituitaria quedó muerta para siempre…………..o casi, porque aún faltaba  el toque aromático de “Manolón”, que al hacer fuerza para levantar la imagen, hizo un enorme despliegue de su mote, causando varias bajas entre los porteadores, que sin poder aguantar el olor, cayeron muertos.

La imagen estaba alzada, los músculos estaban tersos y a la orden del maestre de avancemos todos al unísono, la llevamos en volandas, como si de aire se tratase.

Tres horas, si, tres horas de camino y encima cada dos pasos alguien se lanzaba a cantar una “Saeta”.

Yo entiendo la cosa de la devoción y de que los sentimientos son muy profundos, pero también hay que saber, que debajo de esa imagen hay personas, que están sufriendo los olores de esos diecinueve cerdos que no se han lavado en la vida.

La penitencia es soportar el olor que se genera en esa marcha.

Nada importaba, pues en cada sufrimiento pensaba que Samanta me estaba esperado al final del camino.

Al llegar de nuevo a la parroquia desde la que salimos, pude comprobar que allí estaba la razón de tanto sufrimiento, si, Samanta estaba allí, pero morreándose con un monaguillo.


La miré, ella me miró, y juré que jamás volvería a hacer nada para agradar a una mujer…………………de Glasgow.

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