Antes de conocer a Eva, pasé una
Semana Santa en Sevilla y allí conocí a Samanta.
Ella era una chica pelirroja,
simpática y con buen sentido del humor.
Me la presentó un amigo mío, que
pertenecía a la cofradía del Gran
Capirucho Blanco.
Samanta era Sevillana de
adopción, pues había nacido en el Reino Unido, más concretamente en Glasgow.
A Samanta le gustaban mucho las
tradiciones españolas y por eso me invitó a participar como Nazareno, en la
procesión de la Virgen de las Ataduras, que por lo visto era la patrona de las
mujeres sin novio.
Yo pensé, que ser Nazareno era ir
paseando con un cirio por la calle, pero resulta que esta Cofradía tenía reglas
especiales, así que por agradar a Samanta (de apellido Paduana), tuve que
aprender a portar una imagen de 500 kilos, al lado de otros veinte penitentes,
que olían a sudor que tiraban para atrás.
Una vez superado el trauma del
olor, me vi inmerso en el trauma del dolor. Si, la cosa pesaba tanto, que mis
hombros estaban justo a la altura de mis tobillos.
Yo más que un Nazareno, parecía
un Hobit del Señor de los Anillos (Edición enano de Luxe, claro).
Cuando me acostumbré a llevar el
peso de la imagen, mi esqueleto estaba tan torcido hacia un lado, que medía
1,70 por un hombro y 1,50 por el otro.
Samanta estaba encantada (imagino
que por una bruja malvada), pues cuando me veía portar la imagen, se deshacía
por mis huesitos. Buenos mis huesitos estaban deshechos, pero por la falta de
calcio y porque yo no estoy hecho para estas cosas.
En fin. La cosa es, que el día de
la procesión Samanta estaba preciosa, vestida con su traje super–semanasantero
y yo dispuesto a portar aquella imagen hasta Buenos Aires y si fuera preciso,
para que aquella preciosa mujer se fijase en mí.
La cosa estaba preparada, veinte
tíos debajo de un armazón de madera y esperando la orden para salir a pasear a
imagen.
Decir que mis acompañantes de
viaje porteador tenían unos motes muy originales.
A mi derecha estaba el “cebolla”,
llamado así por su inconfundible aroma.
Delante, el “sobacos”, detrás
“Juanito el apestoso” y delante, “Manolón el incontinente”.
Yo esperaba e incluso rogaba, que
aquellos motes fuesen heredados, pero no, no lo eran, eran reales y
apocalípticos.
Según el maestre dio los tres
toques de martillo, “el cebolla”, “el sobacos” y “Juanito el apestoso”, alzaron
sus brazos para levantar la sagrada imagen y dieron muestra del porque de sus
motes.
Aquello fue espantoso. Menos mal
que perdí el sentido del olfato casi inmediatamente y mi pituitaria quedó muerta para
siempre…………..o casi, porque aún faltaba
el toque aromático de “Manolón”, que al hacer fuerza para levantar la
imagen, hizo un enorme despliegue de su mote, causando varias bajas entre los
porteadores, que sin poder aguantar el olor, cayeron muertos.
La imagen estaba alzada, los
músculos estaban tersos y a la orden del maestre de avancemos todos al unísono,
la llevamos en volandas, como si de aire se tratase.
Tres horas, si, tres horas de
camino y encima cada dos pasos alguien se lanzaba a cantar una “Saeta”.
Yo entiendo la cosa de la
devoción y de que los sentimientos son muy profundos, pero también hay que
saber, que debajo de esa imagen hay personas, que están sufriendo los olores de
esos diecinueve cerdos que no se han lavado en la vida.
La penitencia es soportar el olor
que se genera en esa marcha.
Nada importaba, pues en cada
sufrimiento pensaba que Samanta me estaba esperado al final del camino.
Al llegar de nuevo a la parroquia
desde la que salimos, pude comprobar que allí estaba la razón de tanto
sufrimiento, si, Samanta estaba allí, pero morreándose con un monaguillo.
La miré, ella me miró, y juré que
jamás volvería a hacer nada para agradar a una mujer…………………de Glasgow.
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