Hola Javi, ¿sabes? Alberto
me dio otra oportunidad y el domingo fuimos al Retiro. Hacía un sol espléndido
y nos dimos un buen paseo por el parque.
Fue estupendamente
asqueroso sentir como todos los pájaros se cagaban en mi cabeza y en mi abrigo,
no debía haber otra en el parque o quizás era la venganza de Alberto que les
había domesticado para desalojar en mí,
por el episodio del centro de salud, ¡mal empezamos! Pensé. Pero Alberto
sonría diciendo: “Mujer, esto es la naturaleza, no pasa nada, en tu pueblo ya
te habrá pasado”
“En mi pueblo a estos
bichos se les apunta con una escopeta y
ya se les quita las ganas de evacuar donde no deben” contesté.
A mi querido pretendiente
no se le ocurrió otra idea que la de que fuéramos al estanque a remar, la tarde
prometía y lo supe desde que a duras penas acepté su propuesta.
Pues lo dicho, Alberto sacó
el ticket y en un pis pas ya estábamos delante de nuestro “yate a remos”,
primera prueba de fuego, subir al bote sin morir en el intento. Primero pasó
Alberto, ligero como una pluma, como si nada, a partir de ahí comenzó el
espectáculo, Alberto me tendió la mano y yo le agarré con fuerza, mi movimiento
para subir a la barca fue como bailar el rock & roll, con pierna para atrás
y costalada incluída, mientras la muñeca de Alberto se retorcía en su intento
de sujetarme. Al final, ante los aplausos de los ocupantes de las barcas
vecinas, conseguí mantenerme sentada, aunque no quieta. Alberto me miraba
enfurecido mientras intentaba colocar otra vez las muñecas de sus manos que se le habían dado la vuelta, en la posición original, avisándome de que le sería imposible
remar, por el estado en que habían quedado.
Yo parecía que tenía el
baile de Sanvito de un lado para otro, sujetándome a los lados de la barca,
mientras oía una voz que me susurraba lo que no quería escuchar “Cata, coge los
remos y tira, que se nos pasa la hora”.
Estuve a punto de salir
corriendo y acabar de una vez por todas con esa engorrosa situación, pero no
podía dejar ahí solo a mi Alberto ¡mentira, lo que no podía era salir de aquel
bote maldito sin romperme la crisma!
En fin, que tuve que coger
los remos, ante la mirada de estupor de mi chico, con gran decisión sujeté uno
en cada mano y los metí con fuerza en el agua a ambos lados de la barca sin
darme cuenta de que no había profundidad con lo que mi pose quedó tipo sujeción
muletas y los remos clavados en el suelo, al intentar sacarlos, para más
emoción, había hecho pesca submarina involuntariamente ya que la pala del remo
salió con una trucha o yo que sé qué bicho atravesado.
Alberto se levantó, me
quitó los remos, se sentó con decisión y empezó a remar suavemente como si lo hubiera hecho toda la vida, todo
habría sido muy romántico si no hubiera hecho tan desafortunado comentario:
“Cata en tu pueblo ¿no llevabais las cosas en balsas a falta de coches?ah
perdón que no es un poblado de indígeneas ,ja,ja,ja”
“No Alberto, no lo es,
nosotros tenemos coches y de todo, ¿me dejas probar con los remos?” Se los
arranqué de las manos y en ese mismo momento aprendí a remar con tal rapidez y
tal destreza que empezamos a dar giros y trompos acuáticos como si lleváramos
una lancha motora, hacíamos olas y estela,
hasta el pez que llevaba en la pala tenía cara de espanto y eso que
estaba hecho un fiambre, Alberto agarrado con gran fuerza a los lados de la
barca me gritaba que parara, que se estaba mareando pero yo me creía la reina
del estanque y me puse tan subidita que me propasé con la velocidad de remada hasta
tal punto que con el impulso fuimos a parar directos contra un árbol de la
orilla. Alberto acabo con las hojas del árbol en la cabeza, tipo peluca de
muñeca chochona y yo metida entre unas ramas con el pez muerto que llevaba en
la pala del remo, de sombrero.
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