viernes, 13 de febrero de 2015

Capítulo 49 - Tarde en "El Retiro..."

Hola Javi, ¿sabes? Alberto me dio otra oportunidad y el domingo fuimos al Retiro. Hacía un sol espléndido y nos dimos un buen paseo por el parque.

Fue estupendamente asqueroso sentir como todos los pájaros se cagaban en mi cabeza y en mi abrigo, no debía haber otra en el parque o quizás era la venganza de Alberto que les había domesticado para desalojar en mí,  por el episodio del centro de salud, ¡mal empezamos! Pensé. Pero Alberto sonría diciendo: “Mujer, esto es la naturaleza, no pasa nada, en tu pueblo ya te habrá pasado”

“En mi pueblo a estos bichos  se les apunta con una escopeta y ya se les quita las ganas de evacuar donde no deben” contesté.

A mi querido pretendiente no se le ocurrió otra idea que la de que fuéramos al estanque a remar, la tarde prometía y lo supe desde que a duras penas acepté su propuesta.

Pues lo dicho, Alberto sacó el ticket y en un pis pas ya estábamos delante de nuestro “yate a remos”, primera prueba de fuego, subir al bote sin morir en el intento. Primero pasó Alberto, ligero como una pluma, como si nada, a partir de ahí comenzó el espectáculo, Alberto me tendió la mano y yo le agarré con fuerza, mi movimiento para subir a la barca fue como bailar el rock & roll, con pierna para atrás y costalada incluída, mientras la muñeca de Alberto se retorcía en su intento de sujetarme. Al final, ante los aplausos de los ocupantes de las barcas vecinas, conseguí mantenerme sentada, aunque no quieta. Alberto me miraba enfurecido mientras intentaba colocar otra vez las muñecas de sus manos que se le habían dado la vuelta, en la posición original, avisándome de que le sería imposible remar, por el estado en que habían quedado.

Yo parecía que tenía el baile de Sanvito de un lado para otro, sujetándome a los lados de la barca, mientras oía una voz que me susurraba lo que no quería escuchar “Cata, coge los remos y tira, que se nos pasa la hora”.

Estuve a punto de salir corriendo y acabar de una vez por todas con esa engorrosa situación, pero no podía dejar ahí solo a mi Alberto ¡mentira, lo que no podía era salir de aquel bote maldito sin romperme la crisma!

En fin, que tuve que coger los remos, ante la mirada de estupor de mi chico, con gran decisión sujeté uno en cada mano y los metí con fuerza en el agua a ambos lados de la barca sin darme cuenta de que no había profundidad con lo que mi pose quedó tipo sujeción muletas y los remos clavados en el suelo, al intentar sacarlos, para más emoción, había hecho pesca submarina involuntariamente ya que la pala del remo salió con una trucha o yo que sé qué bicho atravesado.

Alberto se levantó, me quitó los remos, se sentó con decisión y empezó a remar suavemente  como si lo hubiera hecho toda la vida, todo habría sido muy romántico si no hubiera hecho tan desafortunado comentario: “Cata en tu pueblo ¿no llevabais las cosas en balsas a falta de coches?ah perdón que no es un poblado de indígeneas ,ja,ja,ja”

“No Alberto, no lo es, nosotros tenemos coches y de todo, ¿me dejas probar con los remos?” Se los arranqué de las manos y en ese mismo momento aprendí a remar con tal rapidez y tal destreza que empezamos a dar giros y trompos acuáticos como si lleváramos una lancha motora, hacíamos olas y estela,  hasta el pez que llevaba en la pala tenía cara de espanto y eso que estaba hecho un fiambre, Alberto agarrado con gran fuerza a los lados de la barca me gritaba que parara, que se estaba mareando pero yo me creía la reina del estanque y me puse tan subidita que me propasé con la velocidad de remada hasta tal punto que con el impulso fuimos a parar directos contra un árbol de la orilla. Alberto acabo con las hojas del árbol en la cabeza, tipo peluca de muñeca chochona y yo metida entre unas ramas con el pez muerto que llevaba en la pala del remo, de sombrero.


Fue una experiencia única y digo única porque Alberto ha prometido no volver conmigo  al Retiro ni a ningún sitio donde no esté cubierto por su seguro de vida y  accidentes.

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