jueves, 29 de enero de 2015

Capítulo 44 - Conociendo a la familia de mi chico..., la lié.

Pasaron dos meses sin que Cata y Javi tuvieran contacto….y Cata se animo a reiniciarlo:

Hola Javi, ¿qué tal? Hace mucho que no contactamos, espero que no sigas en la puerta del chalet de tu amigo y te hayas congelado, ja,ja,ja.

Yo la verdad es que he andado liada, porque conocí a un chico estupendo y parece que las cosas van para adelante, aunque estoy un poco preocupada porque el otro día me invitó a comer a casa de sus padres y fue un desastre, te cuento:

A las 13,30 ya estaba llamando a la puerta pues yo soy muy puntual, pero también muy despistada, porque parece ser que me esperaban desde las 13,00 horas, así que cuando Amelia, la mamá de Alberto me abrió la puerta, ¡la primera en la frente! Se puso a modo barrera  de tal manera que yo no vi espacio por donde entrar y me dijo:

“¡Bueno, bueno, tú debes ser Cata, más vale tarde que nunca, pensábamos que te habías perdido, je,je!”

La mujer no dejaba de mirarme de arriba a abajo y de izquierda a derecha, parecía un escáner y me daba la sensación de que me estaba viendo hasta la ropa interior, por Dios. Afortunadamente enseguida apareció mi querido Alberto para recordar a su mami, que me dejara entrar a casa, pues era su novia, no la vecina que vende papeletas para el viaje de fin de curso de su hijo y que siempre aparece a la hora del aperitivo…

Por fin dentro de la casa, me pasaron al salón donde pude comprobar que había unas 10 personas entre familia y amigos alrededor de una mesa enorme llena de aperitivos y todos me miraban con sonrisa de cuando estrenas dentífrico, yo les correspondí con la misma, además de unas buenas tardes.

De repente, todos vinieron hacia mí a la vez con los brazos estirados hacia adelante, vamos que aquello parecía una película de zombis, menos mal que todo lo que me llevé fueron abrazos y besos y no mordiscos, a la vez de una retahíla de nombres que sonaban en mis dos oídos a la vez y que no pude recordar después en cada una de las personas. Tengo que reconocer que fue una acogida muy cariñosa, aunque el abuelo me tocara el culo y la abuela que la pobre no veía más allá de sus narices, me besara en los ojos provocándome casi una conjuntivitis y llevándose toda mi bonita sombra verde a sus labios.

No conformes con este caluroso saludo, abrieron una puerta, supongo que del garaje de la que salió un dogo argentino negro como el tizón, que era más alto que la abuela y debía pesar unos 40 kilos o más. El bicho se abalanzó contra mí, de tal manera que me empotró contra la pared y por un momento creí que la había atravesado hasta la habitación contigua con la espalda. Pero eso no fue lo peor, seguidamente, se me puso de patas y comenzó a lamerme completamente la cara, hasta dejarme sin maquillaje, rímel, colorete y la poca sombra que me había dejado la abuela al
besarme. 

Como remate final, el enorme bicho se agarró a mi pierna y sacó sus intimidades con el fin de desahogarse, ahí por fin reaccionó el padre de Alberto:

“¡Manolo, deja a la chica, que vas a poner la alfombra perdida!” 

Curioso el nombre del perro y más curioso aún, que al papá de mi chico le importara más la alfombra de su casa que mi dignidad, higiene y seguridad….

Por fin, conseguí escaparme dos minutos al baño para recomponerme y arreglar el desastre que tenía montado en mi cara, pues parecía un muñeco llorón, con toda la pintura corrida. Así que me lavé la cara, me pinté, me peiné y me eché colonia. De repente, a punto de salir del baño, vi algo en el suelo, largo y verde que corría de un sitio para otro. Volví a mirar y me encontré una especie de lagarto o iguana de casi un metro que me miraba, sacando su larga lengua y con ojos amenazadores, así que incapaz de gritar por el terror que me dan estos bichos, abrí corriendo la puerta para salir despendolada, con la mala suerte de que se me enganchó la manga del jersey de lana en el picaporte y cuando llegue al salón corriendo y ante la mirada atónita de la familia de Alberto, ya no quedaba jersey, solamente un poncho, sin nada debajo, solo el sujetador.

Expliqué lo que me había pasado y todos rieron a carcajadas, de hecho la madre de Alberto tuvo que ir a cambiarse el tena lady y la abuela se fue directamente a por la fregona para limpiar el charquito debajo de su silla, el abuelo se rió tanto que le salió disparada la dentadura hasta pasar a formar parte del plato de queso que había de aperitivo.

Yo hice un esfuerzo por sonreír aunque por dentro me estaba acordando de las estupendas mascotas de la “querida” familia de mi “querido” chico.

Alberto me dio una palmadita en el hombro, me dejó una sudadera y nos sentamos por fin a comer.

Me sirvieron vino y empezamos a degustar los aperitivos. Todo iba bien, conversación amena y buen rollo hasta que de repente…..noté como algo me desgarraba totalmente la media y a la vez me la destrozaba, me aparté con la silla tan bruscamente que se venció para detrás y me quedé con las piernas para arriba totalmente espatarrada, como llevaba falda y medias sin braguero, es decir, hasta la parte de arriba de la pierna,  dejé a la vista todo el tanga. El abuelo aplaudía, los adolescentes de la hermana de Alberto silbaban, el pequeño Pablete de 5 años, tiraba migas, a ver si encestaba, en fin, aquello fue un drama. 

Alberto me ayudó a incorporarme y me preguntó furioso:

“¿Pero que te ocurre, por qué este espectáculo?” como si hubiera sido a propósito, una demostración de acrobacia o algo así, yo ya no podía más y le dije:

“¡¡¡¡¡Alberto, algo me ha arañado la pierna debajo de la mesa, es que en esta casa no hay más que bichos por todos los ladosssss!!!!


A lo que me contestó:

“¡Ahhh debe ser Ismael, el gato de la abuela, el pobre ya no ve y se debe haber confundido con sus medias!”

Vaya con el gatito, pensé, el abuelo le pego una patada por debajo de la mesa y el gato salió zumbando hacia la cocina.
Los padres de Alberto me pidieron disculpas y continuamos con la comida. Todo volvió a la normalidad, hasta que llegaron los bígaros, sí, unos bichos muy parecidos a los caracoles, pero de mar, yo no quería probarlos porque me conozco, pero Alberto y toda su familia insistieron y por intentar arreglar todas mis patosadas y quedar bien, accedí a probarlos.

Nunca debí hacerlo, jamás, metí la aguja en la concha como me indicaron, pero como el bicho no salía, forcé y a la primera de cambio, el bígaro salió disparado hacia arriba con la mala suerte de ir a parar al cristal de la gafa de la madre de Alberto, donde se quedó pegado. Los niños y el abuelo se partían de la risa, el padre de Alberto con una media sonrisa forzada, me guiñó el ojo y el cuñado aplaudía por debajo de la mesa, disimulando la carcajada. Yo me levanté precipitadamente con el fin de ir a disculparme a Amelia, la mamá de Alberto, pero tropecé con el bastón de la abuela y me caí encima de su moño, ¡quien me iba a mí a decir que la mujer llevaba peluca! ¡A la pobre la dejé calva en dos segundos!

De repente todos callaron, nadie reía y sólo se podía ver como la cara de la abuela cambiaba, salía espuma por su boca y casi le daba vueltas la cabeza, parecía la niña del exorcista en su vejez. La mujer levantó el bastón para arrearme, por suerte Alberto me levantó de la mesa, me dio mi bolso y mi abrigo y me acompañó a la puerta, una vez allí, me dijo:

“Nena, si eso otro día vienes más tranquila, te tomas el café y pruebas el pastel de mi madre, vete antes de que la abuela encuentre la puerta”

Dicho esto, me dejó en la calle y me dio con la puerta en las narices.


Javi, ¿Tú crees que Alberto volverá a llamarme...?

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